domingo, 31 de mayo de 2009

La casualidad

Un resfriado mal curado que puede desembocar en un catarro de enclaustramiento por no medicarse a tiempo, no usar una buena bufanda o no cortar la corriente gélida de una puerta mal cerrada. Pocos son los momentos en los que un buen libro puede hacer milagros, tanto para pasar el tiempo como para encontrar entre sus páginas el calor humano que necesitas o las noticias de un exterior que ahora brillan por su ausencia.
Recurro a la estantería. Entre libros desgastados por el uso, cd´s y en mayor medida polvo, busco algún ejemplar a medias que reduzca el hambre de literatura con un apetitoso postre inesperado que, inexplicablemente aparece. Un ejemplar cuya portada tiene toda la pinta de haber sido editado para lectura escolar y que dejé a medias hace ya varios años. Los motivos son alguna especie de mezcla entre excentricidad y/o pasividad que, mirando su título puede resumir el transcurso de mi existencia desde que di por zanjada su lectura hasta ahora, Cien años de soledad.
Intentando recordar cuál fue el último momento en que di carpetazo al relato me vinieron vagos flashes de momentos felices y despreocupados, vitaminas de desaforada adrenalina que tomaban como insignificantes los arbitrarios mañanas para concluir en un dolor tan intenso que volvió a erizar el vello de mis brazos para acabar desembocando en un sentimiento desgarrador de desamparo. Tenía que terminarlo, tenía que parar esa sensación, aunque por un momento pensé que no era más que inútiles asociacionismos de los que siempre estaba presa y debía parar.
Pasé la primera hoja de ediciones y fabricación y ahí estabas. Con una sonrisa de oreja a oreja que me daba la bienvenida o sencillamente me desafiaba. Una irónica postura que me atraía más a tu recuerdo y me empequeñecía pensando que era la ventana por la que te asomabas para ver mi desastrosa vida que aún estaba herida por tu paso. Es una de esas veces en las que te planteas que la casualidad puede a veces no ser tan azarosa. De la nada no sale una fotografía que esté tan cuidadosamente colocada entre las páginas si no es para recordarme que tengo algo pendiente y precisamente lo que me alejó de ellas.
Así que, de este modo me planteé la meta de llegar al fín mecanografiado de ese oportuno libro. De este modo mato dos pájaros de un tiro -pensé y, tuve las narices que creí perdidas por un amor propio un tanto malherido.
No pude masticar todo lo que ese -por mi parte y, a hasta el momento- desvalorizado volúmen pudo aleccionarme y deleitarme los escasos dos días que duré en empapármelo. No sentía nada parecido desde hacía tiempo con una obra, creo que fue más por coraje y similitud a todo lo ocurrido que por -y no menos importante- la propia lectura.
Con la última cuartilla cerré un periodo de estancamiento, di portazo a una bienvenida con un
adiós solemne y rotundo, feché la puerta que me dejé abierta causa de mi mal enquistado, corté el ciclo de corriente alterna y sellé la caja de Pandora que desató la ira de los dioses. La maldición se terminaba con los Buendía.

Tarde o temprano debía enfrentarme a esto. La huída nunca amainó el dolor de un problema inconcluso, la tortura de enfrentamiento cara a cara fue la mejor medicina para un amor propio agónico. El calor humano entró en mi a medida que pronunciaba unas últimas letras entre dientes: fin.

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